viernes, 4 de enero de 2013
Pliegue de luna
Los primeros golpes del redoblante descoordinado
despertaban las tibias manos que se adosaban en la tela del jean. En lo oscuro
de la habitación donde afiladas láminas como breves rayos de luna que laceran
la lábil cortina, los dedos escudriñan los botones y con movimientos torpes,
agitados, pero finalmente eficaces, dejan los cuerpos puros en el bisel de la
noche. Comenzaban a sonar los tambores. Oía los golpes como una murga, de
gritos agudos, de saltos y vueltas, de olor a tierra mojada, de gusto amargo en
la boca, de suspiros, de niños corriendo por la calle. Cerraba los ojos y creía
que con sus muslos dirigía la comparsa, que todos lo admiraban, que los
tambores seguían su compás en los movimientos, que los chicos hacían silencio
cuando levantaba sus brazos cubriendo la espalda de ella, que en sus piernas
contenía la orquesta, con los instrumentos de aire, las estridentes flautas y
trompetas, un violín que delineaba algunas escalas mayores cuando la boca
estaba sobre el cuello. Y pronto la música les comenzó a reventar en los oídos,
los compaces cada vez más dinámicos y veloces, las manos apretando las pieles
rojas, la gente moviendo las cabezas enloquecidas corriendo para todos lados,
el gusto amargo que les recorre lo largo del vientre, erizando y haciendo temblar
el cuerpo, y en un grito unísono, ellos dos, con los tambores y la orquesta,
con las dagas filosas de luz que les descubrían los dientes apretados,
comenzaron a darle fin al pliegue de la noche. Las madres alzaban los hijos que
se recostaban sobre sus hombros y empezaban a abandonar las calles. El aroma de
la tierra mojada se confundía con el olor del alcohol derramado sobre el
pavimento, que se prepara para que las piernas musicalizadas viertan su magia
entonando la partida. Él intenta retenerla con caricias y palabras suaves, pero
bien sabe que en pocos minutos ella se va. Que pueden pasar semanas para volver
a verla, meses, o incluso que ella jamás volverá. Como la murga que se retira dejando
la felicidad impregnada. Como la belleza que se bebe hasta que se derrama el
vaso. Como la luna, que se va y por más que regrese ya no es la misma. Él sabe.
Ese fue su pliegue de luna, sonríe, le da un beso en la frente, y se va a
dormir entre las sábanas, inundadas de vida.
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