viernes, 1 de marzo de 2013

Acostado en el sillón


Definitivamente alejado de un inequívoco
lógicamente abnegado de un no irrefutable
escudriñando algún cerco con césped para hacer equilibrio
una baranda de donde agarrarse
una lagunita para hacer pie
es decir
desfilando lento- pero- sin- pausa por los probables
Los talveces y los quizaces, seguramente
(y los segura-mentes)
tendrán un suelo enlodado y pantanoso
nunca estuve en arenas movedizas
ni en pantanos con pisos que chupen
pero si estuve en quizaces y en talveces
y la sensación seguramente (again) debe ser la misma o parecida
Porque moverse ahí cuesta, viste
y si estirás una mano se te entierra una pierna
y si decís esto, y no aquello otro…
¿y por qué te olvidaste de mencionar  su corte de pelo?
¿y por qué no le hiciste escuchar ese tema
que siempre tarareás cuando la ves?
Pero definitivamente
y abnegablemente no
acostado en el sillón
el ron que se embriaga en el pie de la lámpara
el libro de poemas abierto azarosamente al costado del cenicero
la cantata de puentes amarillos chupándose el living
lo vago que siempre están, o en la plaza o mirando el partido
dan un respiro, a veces
            (probablemente)
a todo lo que estás callando cuando le decís las cosas que le decís
a todo lo que le decís cuando querés decirle algo, buscar una palabra nueva, inventarle una, y te quedás callando agarrándote el pecho
cuando lo que deberías hacer, indefectiblemente y sin cursivas
es tomarte de sus manos para que no se te marchiten las piernas enlodadas
y sin barandas ni lagunitas
intentar encontrar la llanura, el verde
en la punta de la montaña más alta

viernes, 4 de enero de 2013

Pliegue de luna

Los primeros golpes del redoblante descoordinado despertaban las tibias manos que se adosaban en la tela del jean. En lo oscuro de la habitación donde afiladas láminas como breves rayos de luna que laceran la lábil cortina, los dedos escudriñan los botones y con movimientos torpes, agitados, pero finalmente eficaces, dejan los cuerpos puros en el bisel de la noche. Comenzaban a sonar los tambores. Oía los golpes como una murga, de gritos agudos, de saltos y vueltas, de olor a tierra mojada, de gusto amargo en la boca, de suspiros, de niños corriendo por la calle. Cerraba los ojos y creía que con sus muslos dirigía la comparsa, que todos lo admiraban, que los tambores seguían su compás en los movimientos, que los chicos hacían silencio cuando levantaba sus brazos cubriendo la espalda de ella, que en sus piernas contenía la orquesta, con los instrumentos de aire, las estridentes flautas y trompetas, un violín que delineaba algunas escalas mayores cuando la boca estaba sobre el cuello. Y pronto la música les comenzó a reventar en los oídos, los compaces cada vez más dinámicos y veloces, las manos apretando las pieles rojas, la gente moviendo las cabezas enloquecidas corriendo para todos lados, el gusto amargo que les recorre lo largo del vientre, erizando y haciendo temblar el cuerpo, y en un grito unísono, ellos dos, con los tambores y la orquesta, con las dagas filosas de luz que les descubrían los dientes apretados, comenzaron a darle fin al pliegue de la noche. Las madres alzaban los hijos que se recostaban sobre sus hombros y empezaban a abandonar las calles. El aroma de la tierra mojada se confundía con el olor del alcohol derramado sobre el pavimento, que se prepara para que las piernas musicalizadas viertan su magia entonando la partida. Él intenta retenerla con caricias y palabras suaves, pero bien sabe que en pocos minutos ella se va. Que pueden pasar semanas para volver a verla, meses, o incluso que ella jamás volverá. Como la murga que se retira dejando la felicidad impregnada. Como la belleza que se bebe hasta que se derrama el vaso. Como la luna, que se va y por más que regrese ya no es la misma. Él sabe. Ese fue su pliegue de luna, sonríe, le da un beso en la frente, y se va a dormir entre las sábanas, inundadas de vida.